Autora: Ángela Ainhoa González García
Son incontables las veces que me he encontrado agregando productos a mi carrito que ni siquiera voy a comprar, o las veces que he ido con amigos a la plaza a comprar ropa como actividad recreativa. ¿Te ha pasado? ¿Cuántas veces no te has puesto feliz cuando llega un paquete?
Hoy en día nos encontramos viviendo en un mundo globalizado, donde ya no solo consumimos por necesidad, lo hacemos por las sensaciones que nos causa está actividad. Gilles Lipovetsky en su ensayo La felicidad paradójica menciona que los estilos de vida y los placeres son cada vez más dependientes del sistema de moda comercial. Pero ¿cómo llegamos hasta aquí? ¿El consumismo en la moda es algo nuevo?
La realidad es que el consumismo ha existido desde el siglo XI, a finales de la Edad Media. Historiadores del vestido como Matthäus Schwarz han reportado conductas que se relacionan con los ciclos de moda rápida y aunque, evidentemente, no es la misma velocidad de producción y cambio, tienen una misma raíz (Lipovetsky, G. 1987).
En la moda de antaño lo que cambiaba más rápido eran los accesorios (y alguna que otra forma en la ornamentación de las prendas). Los cambios en ropa no eran tan visibles como en las tendencias actuales debido a las técnicas y procesos de producción, sin embargo, esta necesidad de reinvención constante se hacía presente y parece ser una carrera inalcanzable por convertirnos en una versión mejorada de nosotros mismos, aun así ¿realmente está búsqueda nos hace felices?
La cultura de la inmediatez nos ha acostumbrado a obtener las cosas de manera casi instantánea, generando un placer momentáneo. A pesar de esto, esa satisfacción efímera deja un vacío emocional en el consumidor que, paradójicamente, lo motiva a seguir comprando. En una era donde el contexto social es cada vez más difícil, donde el desastre político, económico y emocional nos rodea; es importante reflexionar sobre los factores que hay detrás de nuestros comportamientos de compra.
Ya no solo se trata de consumir para satisfacer necesidades materiales, ahora también lo hacemos para erradicar nuestros problemas emocionales. Cada compra se convierte en una promesa de bienestar, de reconocimiento y de pertenencia; consumir deja de ser una acción práctica y se convierte en una forma de validación exterior.
Como seres humanos estamos en constante búsqueda de aceptación, ser parte de las tendencias alimenta nuestro ego y lo que se conoce como narcisismo moderno. Ahora, así validamos nuestra identidad y autoestima; empezamos a comprar para proyectar felicidad, confianza y éxito; proyectar esa vida que solo vemos retratada en redes sociales.
Las plataformas como Instagram o TikTok con su característico contenido aspiracional nos llenan de expectativas inalcanzables que creemos que debemos cumplir. Así mismo, algunos influencers nos venden necesidades que realmente no tenemos o símbolos de estatus que no requerimos.
Las redes sociales afectan negativamente la percepción que tenemos sobre nosotros mismos y la vida que vivimos, tanto que nuestra vista se nubla cuando nos enteramos de las repercusiones ambientales que tienen nuestros actos. Por ello, no es imposible pensar que las compras desmedidas pueden ser catalogadas como una adicción, y es así como lo retratan Soares, L. y Moniz, S. (2008), que identificaron que los mismos genes implicados en el desarrollo de adicciones a sustancias, también se descubrieron en comportamientos compulsivos.
Además, se encontró que estas conductas tienen el mismo efecto en el sistema neurológico que el abuso de sustancias, pues repercuten en áreas del cerebro como el córtex y las amígdalas.
Es inevitable preguntarse si este consumo busca llenar un vacío que en realidad no se puede saciar únicamente con cosas materiales. Nos envolvemos en un círculo vicioso ¿Es el consumismo la respuesta a todo el desastre político y emocional que nos rodea?
En el libro La modernidad líquida, Bauman (1999) utiliza esta metáfora de la liquidez como el cambio constante en el consumo, pues más allá de este medio para satisfacer nuestras necesidades ha servido como alivio de malestar emocional, algo que se vio ampliamente reflejado en la pandemia que se vivió en 2020.
A partir de la crisis del COVID -19 estos comportamientos compulsivos fueron más notorios. Como se sabe, durante este periodo las tasas de ansiedad, depresión y otros trastornos mentales fueron en aumento (Nadine, K. & Sadina, M., 2022). En respuesta a esto, trajeron consigo mecanismos de comportamiento que ayudaron a afrontar la realidad, las compras compulsivas actuaron como un liberador de emociones negativas.
La salud mental sí tiene un impacto en el comportamiento híperconsumista. Las compras desmedidas son el resultado de un mecanismo de defensa ante situaciones complicadas, son utilizadas como un mecanismo de control ante el estrés y la depresión (Lins et al., 2021).
Sin embargo, hoy, generaciones jóvenes (sobre todo mujeres) optan por productos más sostenibles, aunque no por razones de conciencia ambiental y ética, sino por un sentido de individualidad.
Hace falta más sensibilización e información para el entendimiento de las sociedades sobre las complicaciones ambientales, emocionales y económicas que puede traer consigo un mundo de constante cambio, de rapidez imposible e inmediatez tóxica.
Por supuesto que me gusta comprar ropa. Por supuesto que me gusta sentir que pertenezco a algún lugar, pero no estoy dispuesta a vivir atada a un sistema que me ofrece una felicidad de mentira a cambio de dinero.
No estoy dispuesta a dejar de ser yo para evadir las emociones que me da miedo trabajar. Y mucho más importante, no estoy dispuesta a disfrutar un placer momentáneo a cambio de la destrucción del planeta en el que vivo.